domingo, 20 de agosto de 2017

Las mujeres sabemos pelear: la cultura como campo de batalla


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Las mujeres sabemos pelear: la cultura como campo de batalla

 

 

Nuria Alabao

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Voy a empezar confesando que me emociono con las series o las películas protagonizadas por mujeres fuertes, superheroínas de todo pelaje, y más cuando implican artes marciales y alguna que otra buena pelea como Wonder Woman. Sé que quizás es un poco simplón, pero, además del disfrute elemental que me produce verlas, me alegra que mi sobrina tenga modelos distintos sobre lo que significa ser mujer y, quizás, más fácil ser fuerte cuando le toquen momentos difíciles –puede que por el mismo hecho de serlo– o cuando –ojalá– sienta la necesidad de luchar contra una injusticia.
Por más luchadoras y aguerridas que sean las mujeres en el cine, parece que sea imperativo pelear con ropa escasa y tendiendo a sexy. La mayoría todavía están rodadas para satisfacer la mirada masculina heterosexual
A veces –ya en la cúspide de lo sublime– buenas peleas, barcos piratas o superpoderes son compatibles con tramas complejas, diálogos interesantes y personajes femeninos potentes y capaces de evolucionar. Por ejemplo, en series como Black Sails, Penny Dreadful, WestWorld o Game of Thrones, The Handmaid’s Tale, entre otras muchas y por distintos motivos. De hecho, creo que ahora me es imposible ver una película con personajes femeninos como los de los ochenta: mujeres guapas que constantemente necesitan ser rescatadas, que gritan mucho cuando viene el monstruo y para colmo entorpecen el camino del héroe, modelo Indiana Jones. Haced la prueba, recuperad una de acción de esa época y tratad de no indignaros o aburriros.
Putas, santas o madres versus heroínas ligeras de ropa
Por mucho tiempo, el cine hegemónico ha tendido a representar a las mujeres mayoritariamente como víctimas necesitadas de la ayuda masculina; en el estereotipo social que implica sumisión, resignación y debilidad, o en personajes relacionados con nuestro papel de cuidadoras y “reinas del hogar”. (También en su reverso perverso –ese capaz de afirmar el otro por negación–: la mala pécora, la puta que supone un obstáculo más para el héroe). Por suerte, esas imágenes están cambiando, o al menos ahora hay muchas otras representaciones en juego. Aunque todavía sorprende la cantidad de violencia machista y agresiones sexuales que son filmadas continuamente. ¿De verdad hacen falta tantos detalles horribles? ¿Qué aportan a las historias? A cada vez más mujeres –y ojalá hombres– nos resulta no solo innecesario, sino que nos provoca rechazo. Mientras que las de mujeres fuertes capaces de entrar en acción o defenderse a sí mismas suponen un soplo de aire fresco.
Pero por más luchadoras y aguerridas que sean las mujeres en el cine, parece que sea imperativo pelear con ropa escasa y tendiendo a sexy. La mayoría todavía están rodadas para satisfacer la mirada masculina heterosexual. Apenas se muestran otros modelos de cuerpos que los que impone el estricto estereotipo de belleza de la industria cinematográfica. En esto, por ejemplo, parece que hemos retrocedido y el estándar es cada vez más exigente, las mujeres más recauchutadas, sus cuerpos más delgados a la par que curvilíneos. Quizás es el peaje que nos hacen pagar por poner mujeres encabezando repartos, que los hombres, al menos, puedan ver buenos culos.
En el cine, para que haya implicación emocional, los guionistas tratan de que nos identifiquemos con los personajes principales. Hasta hace muy poco, el género de aventuras y todo lo que implicase acción estaba sistemáticamente protagonizado por hombres. Las mujeres llevamos tiempo acostumbradas, pues, a esa función de desplazamiento, de extrañamiento que ya ni notamos. Sin embargo, para los hombres es relativamente nuevo. Al fin y al cabo, el universal en occidente, tanto en el lenguaje, como en la representación del ciudadano –el sujeto político de la democracia liberal–, siempre ha sido masculino. (Lo que tiene graves consecuencias no solo en el ámbito de la representación, sino también en el de la política y, por tanto, en el de la igualdad material).
En el cambio que se está produciendo en el cine, algo tiene que ver que cada vez hay más mujeres que se abren paso como guionistas y directoras. Este es el caso de Jessica Jones, que para mí es una serie feminista impecable. Mediante una superheroína de Marvel, elabora el tema del amor como dominación y temas espinosos como la violación o el maltrato en la familia. Lo que realmente salvará a la protagonista no será el amor romántico, la familia o un héroe masculino, sino la sororidad o el hermanamiento entre mujeres y el sentido de mutua responsabilidad que te vincula a las demás y que a la vez te sostiene: un principio fundamental del movimiento feminista. Me parece importante además, porque la sororidad, la amistad fuerte entre mujeres, al contrario que la fraternidad, no es un tema habitual en el cine, que nos acostumbra a representar como compitiendo entre nosotras, sobre todo por hombres.
La batalla de los signos
Muchas veces al salir del cine, feliz por estos avances, tengo una discusión recurrente con un amigo aguafiestas que siempre me cuestiona la capacidad de cambio real que pueden aportar producciones de la industria del espectáculo. “Un producto de consumo más”, dice mi amigo, “un mercado donde todos los significantes son equivalentes: ya sea la emancipación de la mujer, la liberación sexual o la exaltación del consumismo”. Y aunque estas afirmaciones son ciertas, también lo es que los cambios en las representaciones de la industria vienen porque las mujeres los exigimos, es decir, consumimos esos cambios. Por tanto, hay un cambio en la sociedad que se refleja en las imágenes. También es verdad que ahora es más fácil encontrar una serie o película igualitaria en cuestión de género que una en la que no se naturalicen o legitimen las desigualdades sociales –aunque hay excepciones gloriosas como The Wire–. El ejemplo podría ser la serie Sense8 de las hermanas Wachowski, que algunos tachan de revolucionaria por sus personajes LGTBI –incluso aparece una heroína transexual, ¡ya era hora!–, por cómo aparecen representadas estas luchas LGTBI e incluso por la reivindicación que hace de nuevas formas de familia. Sin embargo, diría que en ella las diferencias de clase son algo que se puede superar mediante el amor y la lucha política antagonista queda reducida a un pastiche new age donde el valor individual se convierte en motor de las transformaciones sociales.
Aunque, como dice mi amigo, los cambios materiales en la situación de las mujeres no dependan en general de las representaciones en las películas, sabemos que la cultura es un campo de lucha. No es un tema sencillo –y se ha blablabeado mucho desde que Marx saliese con aquello de la superestructura–. Hoy podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que los productos de consumo masivo –como cualquier producción cultural– son espacios que sirven para “desnaturalizar” la dominación y pensarnos de forma distinta. Sin embargo, no solo hacen falta otros modelos femeninos en los medios, sino sobre todo espacios alternativos que los doten de sentido, que impulsen esas demandas, donde podamos producir además nuestra propia cultura de resistencia para pelear la batalla de los símbolos y que constituyan también espacios de sororidad, como hace el movimiento feminista de base.
Por tanto, hay que pelear en todos los frentes por hacer más y más cultura feminista –productos de consumo, películas caseras, cómics o grandes elaboraciones teóricas, no importa– que implique distintas miradas y en la que muchas mujeres también diversas se puedan identificar. Producciones culturales que pongan en el centro la fuerza de las mujeres, la capacidad que tenemos de cambiar las cosas cuando luchamos juntas.

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